El hecho de cambiar de lugar también ha supuesto un cambio emocional importante.
Salamanca no es mi hogar,
pero parece que las paredes que me han visto crecer tampoco lo son.
Las habitaciones son cada vez más frías y extrañas,
y los recuerdos que intento crear en la primera ciudad,
son equivalentes a los que estoy perdiendo en la segunda.
Mis vivencias se esconden ahora en cajas de cartón,
mis cosas han dejado de ser mías desde hace tiempo
y las fotos me entristecen el alma.

Momentos que jamás repetiré,
risas que no recordaré,
lugares que jamás volveré a pisar
y personas a las que echo de menos todos los días.

En este vaivén de sonrisas y lágrimas
que tiene más parecido a una película de 1965 que a una vida,
he descubierto dos cosas:
la primera,
no soy tan fuerte como creía;
y la segunda,
las personas son el verdadero hogar.

He vuelto a casa por Navidad,
pero lo que de verdad ha hecho que me sienta en mi hogar han sido los abrazos de mi madre,
la risa de mi abuela,
los gritos de mi hermano,
los amigos de siempre,
los de casi siempre,
y esos ojos que han vuelto a mirarme con amor.

Mi hogar no es lo que veo cuando atravieso la puerta,
son todas esas personas que vivan donde vivan,
estén donde estén,
y tengan los años que tengan,
me hacen sentir como en casa.

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